Después que
salió de la habitación y la oscuridad acompañaba al humo de mi tabaco, tomé dos
tragos del whisky y seguí pensando en la importancia que tiene la palabra. No
era en ni un caso el asunto fonético y esas posibilidades métricas que de pronto
parecen hilar ideas o imágenes que contaminan de sentimientos a los sensibles.
Tampoco me concentré en esas cualidades gramaticales que proponen las celdas
oportunas para que las ideas no vuelen libremente. Más bien, era todo eso a la
vez, lo que yo estaba pensando se relacionaba con el potencial que tiene la
palabra para ordenar el universo o para construir verdades, ilusiones y hasta
dogmas, como esas que fueron dichas y luego creídas bajo el nombre de “La
palabra del señor”. Era esto, el potencial que tiene la palabra para nombrar
las cosas y determinarles un sentido.
Así que pongo un
hielito al vaso para que las rocas medien entre mi alcohol y mi oscuridad. Ya
saben, las personas encuentran en la palabra, y su concordancia con el hacer,
no sólo la manera de dotar de sentido y orden a la realidad sino que también es
ahí donde se determina la cara del sujeto, el sustento último que define a la
persona. Un cigarro en la mano y un whisky en mi vaso permitirían pensar que
soy un hombre exitoso, pero, también, podría ser que sólo soy un alcohólico con
buen suerte. No es que el hielo de mi whisky haya enfriado la oscuridad y me
estuviese carcomiendo la soledad con sus dientes vertiginosos, era en todo caso
descubrir la garras bondadosas de los vocablos para, en un primer momento,
dibujar una habitación oscura y, en un segundo estar, lanzarse furiosos a
sujetarme presa entre mis propias conclusiones.
Tercer vaso al
hilo de la noche. La “persona”, la “verdad”, las “ilusiones”, la “ética”, mmmh…
acá lo único serio es que hay que pararse hasta la cajetilla de cigarros,
¡ojala las palabras también tuvieran ese poder de acercarme el atado, un
encendedor y el cenicero! Pero nada, mi mareo y, en general, la realidad se
anda sin miramiento con las palabras, no les hace caso, se revela y hasta las
contradice, por ejemplo: Dios nunca existió y nomás de imaginar a las personas
del medioevo quedarse sin su verdad y perdidos en el abismo sin saber cómo
actuar, me produce más sed y una carcajada infinita. En estos momentos las
bases sólidas de su ilusión, perdón de su verdad, dejaban sin fundamento la
persona que hasta entonces les había funcionado.
Enciendo mi
cigarrito, exhalo, y entre el humo de la bocanada doy un paso hacia la
disyuntiva ¿la representación es parte de la realidad o, cómo representación,
se queda al margen de lo real? Ya habrá quien responda desde su sano juicio. Yo
lo que digo es que las palabras desde su calidad de representación me sujetan a
una verdad que, más o menos razonada, aprendí por ahí y a la que de pronto
trato de ser fiel. Particularmente mi representación poco, o nada, tiene que
ver con una explicación divina de las cosas pero tampoco me convence la línea
científica y sus limitaciones objetivas. Habrá que ver a qué le tiene fe el
mundo.
Por la calle
comienzan a sonar los aullidos de los perros que corean el ulular de las
ambulancias, es una noche húmeda de lluvia y neblina de esas que hacen difícil
ver lo que es y lo que hay. Amargo para el hielo, vaso a los labios y tragos
veloces sin bocanadas de aire. Después de todo las personas saben hasta dónde
cumplen su palabra y la fidelidad al rostro que muestran. No es simplemente un
estar puntual con sus promesas mundanas del hacer cotidiano y su relacionarse
con el mundo. También tiene que ver con el entripamiento y esa manera tan
especial que se han construido para civilizar sus pasiones y enfrentar los posible estigmas o, por
el contrario, tramitar el éxito. Todo
mundo tiene una verdad que defiende, una ilusión que rige su vida, un marco de
palabras y verdades aprendido mientras que el bebé se ha ido socializando hasta
hacerse hombre (probablemente de “bien”).
Entonces la
sujeción de las palabras cobra un alo liberador que te ubica en el espacio y le
da sentido a tu andar, un tipo de sentido con la mira ajustable. La palabra no
es aquella enmienda que hace del individuo un ser supremo, pero si lo dota de
una máscara que le permite estar y ser en sociedad. Hay tipos que le ponen
gaseosa a sus bebidas y otros prefieren la cerveza, pero al final siguen
estando en la fiesta destruyéndose de felicidad. A lo largo de las horas van
exponiendo su curriculum vitae y esperando atraer al sexo opuesto se disfrazan
de entes emprendedores y con un futuro brillante o, por lo menos, con una
verdad que los rige y a la que son leales. Si las cosas salen bien y la fiesta
termina en orgasmos, al paso de los meses uno se va dando cuenta de que lado
cojea el súper héroe. Los actos y actitudes respaldan o ridiculizan las
palabras, digo, la máscara que se ha utilizado al momento de las copas de vino,
risas enloquecidas y promesas de futuro y erotismo.
Yo por ejemplo,
ahora sirvo un trago más y comienzo a ver todo tambalearse, como si las puertas
de la percepción hubiesen tenido una falla al abrirse y no me permiten ver el
infinito, pero si la manera en que la realidad se derrite. En el hacer y en el
decir existe un vinculo que no es sencillo pero que conforta de la relación
entre la palabra y la realidad. De adentro hacia fuera, se podría decir que es
la forma en que se protege el pensamiento de un sustento vacío de eticidad, y a
la vez, es la comprensión o no de esas nimiedades en las que nos involucramos
en el día a día. Nimiedades que bien podrían estar relacionadas y, en su
carácter de nimias, estar fundamentando la construcción de un mundo mejor, de
hacer realizable la representación, de ponerle veracidad a lo que se dice, de
concretar el sueño.
Eufemio Franco Pimentel
14 de Junio 2013